“Adiós amor,/ Adiós querida/ te dejo esta canción de amor/ y en ella mi vida”…
Más bien pequeño, erguido –incluso en su último tiempo, cuando tuvo que usar una silla de ruedas, impactaba su figura enhiesta, símbolo evidente de su altivez–; orgulloso, reservado y cortés, de ademanes refinados, digno (ese atributo que es respeto a uno mismo), Gerardo Guevara (Quito, 1930-2024). Algo había en él que lucía inaccesible, quizás su extremada sensibilidad que prefería mantener oculta; en reuniones de amigos, mostraba un aguzado ingenio.
Fundamos amistad en los 80 del siglo pasado. Insigne conocedor de música universal, se insuflaba de vida cuando refería su origen humilde. Su padre fue portero del Conservatorio Nacional de Música. Allí nació. Lo primero que escuchó en su vida fueron sonidos musicales; no había instante en que cesara el afinamiento de los instrumentos o el repaso de las sinfonías, sonidos que –decía Gerardo– oía incluso por las noches.
La música fue su mundo
Su mundo primigenio fueron pianos, violines, violas, violonchelos, oboes… “Sentía pavor acercarme a esos monstruos”, bromeaba, refiriéndose a esos preciosos instrumentos, y veía a las personas que acudían al Conservatorio, como si fueran “de otros mundos”. De a poco, se encariñó con ellos, al punto de que se regocijaba moneando los teclados y rozando otros instrumentos, en especial, los más orondos y circunspectos.
Desde niño asimiló cuanto conocimiento de música pudo hasta la hora de su partida. Fue alumno del Conservatorio Nacional y del Conservatorio Neumane en Guayaquil, ciudad donde empezó a definirse como suscitador de nuestra cultura musical.
Amaba el piano. Recogía todo lo que encerraba la madera, los martillos y las teclas, la percusión y las cuerdas; era como avivarlo luego de un sueño y conducirlo a su más elevada expresión. Para Gerardo los pianos eran seres vivos. No solo por sus conocimientos, sino por sus valores cívicos y éticos, se convirtió en uno de los directores orquestales y compositores más afamados de América. Su sencillez fue otro de sus signos. El artista se fraguó en las carencias y en ese ámbito aprendió a callar sus virtudes y a dejar que los demás las descubrieran; también por su connatural dignidad. ¡Cuánto de ella imponía en escena!
De sus primeras creaciones destacan dos ballets y un cuarteto de cuerdas que fueron celebradas en varios países de nuestra América. Su primer ballet lo creó con base a un cuento de Hans Christian Andersen, música libre, desasida del folclorismo concreto muy de moda. En “Yaguar shungo”, en cambio, mantuvo líneas sentidas de nuestra música llamada “vernácula”. Escribió su Cantata para barítono, orquesta y coro, y un segundo Cuarteto de cuerdas. Lo significativo de esta obra son sus cuatro movimientos: fuga, sanjuán, perpetuo y yumbo. Versiones que muestran el talento creador de Gerardo para vivificar composiciones arcaicas con elementos innovadores.
En París, Gerardo estudió con Nadia Boulanger, maestra de connotados músicos europeos, y se dio abasto para presentaciones en salas exclusivas con composiciones de su autoría. Críticos de su obra coinciden que tuvo influencia de Béla Bartók, pero hay otros que acentúan las de Beethoven y Bach.
Su creación musical estuvo raigalizada en nuestro ser nacional. Gerardo pretendió siempre que su arte exalte nuestro lugar de origen. Algunas de sus obras más notables: “Cuadernos de la tierra”, “Galería de pintores ecuatorianos”, “Suite Ecuador”, “Apamuy shungo”… En algunos encuentros, solía reiterar su anhelo de crear una composición orquestal con base a un poema de Jorge Carrera Andrade –a más de otra que creó en París en los 70–. Lo decía de memoria y en la última estrofa algo hendía su voz:
“Hasta la luz se viste de silencio/ con tu envoltura gris,/ sastre de los espejos./ Heredero final de las cosas difuntas,/ todo lo vas guardando en tu ambulante tumba”.
Muy joven emprendió uno de sus viajes. Entonces escribió su emblemático pasillo “Despedida”, recuperado no hace mucho por jóvenes intérpretes. La memoria es aquello que nos sirve también para olvidar. Pero la música, cuando todo se aleja y sepulta, vibra en ella. Por lo demás, los seres humanos somos una perpetua despedida. Desde el claustro materno hasta la última tierra que nos cobija. A veces, pensamos en silencio y duele la falta de las cosas que no alcanzamos y, con vieja pesadumbre, lamentamos el desperdicio de nuestro tiempo.
Desde el fondo de mi memoria veo a Gerardo, muy joven, el ceño fruncido, encendidas sus pupilas, vistiendo una camisa de seda a rayas que tanto le gustaban, escribiendo: “Adiós mi amor te llevaré/ en mi alma prendida,/ te dejo esta canción de amor/ y en ella mi vida”.