La otra cara de la política está presente. Han aparecido los odiadores en persona y otros encubiertos por el anonimato. Y los “reenvíos” -fácil receta que apasiona a los incautos- se cuentan por miles, anclados a un sistema inventado por los mercachifles de la doblez.
Pasó la época en que los planes y programas se explicaban, con seriedad y responsabilidad para que el soberano tome la decisión de elegir a un magistrado y no a un corifeo. Eran los tiempos cuando la democracia podía expresarse con decencia y no con violencia de diverso jaez. Ahora, el mensaje del odio predomina sobre la razón. Y los odiadores se multiplican, no solo en la Internet -con estadísticas manipuladas- sino en todos los espacios de la cotidianidad.
La difamación gratuita es la regla y no el respeto a las ideas ajenas o a la historia de las personas que, por ser sujetos políticos, han perdido su intimidad. La crítica destructiva, la ofensa procaz, el insulto incalificable, la aversión por antipatía, los rumores falsos y el discrimen por apellidos, estado civil, bienes o su pasado judicial intentan zaherir a los adversarios, en función de estrategias deleznables que se amplifican sin sustento.
El odio es una agresión, y podría ser considerado un delito si atenta al derecho de igualdad y a la no discriminación. Los delitos de odio tienen origen en la intolerancia y los prejuicios por diversos motivos: las etnias, el lenguaje, las creencias, las ideologías, la orientación sexual, la situación socio económica y la discapacidad.
Las acciones de los odiadores son condenables, y configuran infracciones penales que implican la negación del otro. Francisco Carrara define al delito de odio como «la infracción de la ley del Estado, promulgada para proteger la seguridad de los ciudadanos, y que resulta de un acto externo del ser humano, positivo o negativo…».
Una política pública -anclada a la cívica, a la ley y a la ética política- sería pertinente para detener esta pandemia de insultos, blasfemias y agravios. Porque discrepar es bueno, útil y necesario en democracia; pero despotricar sin argumentos y alimentar la destrucción del contrincante es insoportable. ¡Y peor con el asesinato!